CASA FARNSWORTH. La obra de Mies, emblemática representación del "menos es más". |
No todo “menos” es el “más” adecuado. Un diseño minimalista debe reducirse y redefinirse de forma gradual a sus causas y efectos esenciales y a veces sorprendentes, así como Miguel Angel descubrió un David inmanente en el interior de un bloque de piedra que nada decía. Lo demás es decoración, engaño y distracción. Como algunas reducciones son incisivas, tanto en el plano figurado como en el literal, todo recorte puede parecer sabio: el arte austero es un arte inteligente. Es una arquitectura de orden revelado, filtro selectivo y reconocimiento de patrones.
La austeridad estética resultante exige y recompensa nuestra inclinación a observar y pensar: si se mira lo suficiente la Casa Farnsworth (1950, foto) de vidrio de Mies, se advierte que en cada superficie simple y etérea están cristalizadas las estructuras de toda buena casa que se haya hecho. Es un sueño riguroso y sereno de confort y claridad, refugio y perspectiva. Por lo menos en teoría.
En arquitectura, ese tipo de teoría se remonta como mínimo al modernista austríaco Adolf Loos y su ensayo “Ornamento y delito”, de 1908, en el que no dice exactamente que lo primero es lo segundo, pero observa que, “Si quiero comer pan de jengibre, elegiré uno que sea absolutamente simple”. Para él, “de esa forma tiene mejor sabor.” Cuando la arquitectura simple que proponía Loos se convirtió en un gusto cada vez más impuesto, resultó fácil vincular esa austeridad estética con el rigor de las nuevas crisis políticas y económicas, lo que llevó a los editores de The Architect y Building News a comentar en 1931 que “sin duda esta etapa de austeridad terminará por pasar”, pero “algo de la impronta de esa sensación de contención estética persistirá porque concuerda con toda época de preocupación, como la actual, por problemas muy graves que exigen una firme sobriedad de pensamiento y acción.” Esa austeridad, sin embargo, es tan glamorosa como solemne. Como categoría estética, es de una extraña pretensión. Puede convertirse en lujo, hasta en exceso. La diferencia entre un espacio minimalista y un ambiente poco amoblado es la libertad de elección.
El minimalismo actual hace pensar en una vida de holgura tan intangible que trasciende el confort prosaico de la abundancia visible. Hace casi una virtud ética de una práctica estética de rechazo (que tal vez se extienda, de manera desconcertante, a las ideas de la estética corporal por las que se asocia la obesidad con la pobreza y ser muy rico equivale a ser muy flaco). Si bien Mies y sus contemporáneos introdujeron su arquitectura de techos planos, paredes blancas y estructura mínima en el contexto de viviendas públicas estándar, la perfeccionaron en retiros lujosos como la Casa Farnsworth.
El arquitecto minimalista más celebrado de nuestros días, John Pawson, cuenta entre sus clientes tanto a monjes muy pobres como al diseñador Calvin Klein, quien se especializa en permitirnos pagar mucho más por el adecuado mucho menos. El trabajo de Pawson es bello y amable. Nos da espacio para respirar. Sin embargo, depende de engaños elegantes.
Una construcción de pocos detalles parecería ser una construcción de pocos secretos. Pero la austeridad en arquitectura supone una transparencia visual y funcional que no proporciona en absoluto. Toda construcción aparentemente sin costuras está llena de uniones y articulaciones complejas, arreglos y retoques que hacen que mil partes se perciban como un todo indivisible, escultural y monolítico. Para lograr que parezca que nos hemos despojado de todo, hay que incorporar todo de forma subrepticia. Lo que parece espartano suele ser de un barroquismo invisible.
En la arquitectura actual, en la que por lo general la mano de obra es cara y los materiales son baratos, hay una tendencia a superponer cosas hasta que todo quede alineado o parezca terminado, ya sea que la forma resultante constituya algo que califiquemos de minimalista, de colonial o de algo a medio camino entre ambos.
Basta con considerar el zócalo que suele ocultar el espacio irregular entre una pared y el extremo de un piso. Hace poco tuve la brillante idea de eliminar ese zócalo y privilegiar un espacio lineal simple y bello, que se vería muy bien si el resto de la carpintería de la casa tuviera una alineación perfecta. El contratista me lanzó esa larga mirada que combina desprecio y compasión y significa: “Sí, eso va a tener su costo.” Tanto en arquitectura como en la vida quienes explotan, conscientemente o no, la estética de la austeridad como vía de encuadrar un debate sobre ética pública, también pueden llegar a descubrir que tiene un costo inesperado.
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